Libertad de prensa en democracia

 


¿Por qué los ataques a la prensa son una amenaza para todos? En los últimos meses, el presidente Javier Milei ha intensificado su ofensiva contra los medios de comunicación. Desde sus redes sociales —convertidas en una especie de púlpito presidencial— ha acusado a periodistas de mentir, ha estigmatizado a medios críticos y ha amenazado con acciones legales. No es la primera vez que un mandatario confronta con la prensa, pero el tono y la sistematicidad de estos ataques encienden una alarma que no deberíamos ignorar: ¿puede una democracia sobrevivir sin una prensa libre, crítica y diversa? Una democracia no se agota en el acto de votar cada cuatro años. Al contrario, su vitalidad depende del control permanente sobre aquellos que detentan el poder. Y en ese sistema de equilibrios, los medios de comunicación juegan un papel irremplazable. Son los encargados de revelar lo que se pretende ocultar. Denuncian abusos, investigan hechos de corrupción, cuestionan políticas públicas y desenmascaran inconsistencias. La transparencia que exige la democracia no es una cualidad espontánea del poder, sino una conquista que se ejerce a través de la vigilancia y la información. Sin periodismo independiente, los ciudadanos quedarían expuestos a una única narrativa: la oficial. En tiempos de ajustes económicos, ¿quién sino la prensa puede comparar discursos con realidades, cifras con consecuencias, promesas con resultados? El ejemplo histórico del caso Watergate es paradigmático: sin la investigación del Washington Post, el escándalo que terminó con la renuncia de Richard Nixon probablemente jamás habría salido a la luz. Fue el periodismo, y no un organismo estatal, el que desnudó el entramado de espionaje ilegal que sacudió la institucionalidad de Estados Unidos. Un gobierno que descalifica, persigue o censura a los medios críticos no está peleando con un adversario circunstancial, está debilitando un pilar esencial de la vida democrática: el derecho ciudadano a recibir información plural. La democracia exige diversidad de voces. En ella deben convivir medios oficialistas y opositores, grandes cadenas y pequeños proyectos locales, miradas progresistas y conservadoras. Cuando esa multiplicidad se empobrece, cuando una sola voz se impone sobre las demás, la frontera con la propaganda se vuelve difusa. Las lecciones del presente también son elocuentes: en países como Venezuela o Turquía, el poder concentrado ha utilizado leyes de "noticias falsas" para criminalizar la disidencia y clausurar medios incómodos. ¿Queremos caminar en esa dirección? ¿Estamos dispuestos a delegar en el Estado la potestad de decidir qué es verdad y qué es mentira? Un presidente no tiene la obligación de simpatizar con la prensa. Pero sí debe, como garante del orden constitucional, tolerar la crítica. Demonizar a los periodistas, tratarlos como enemigos internos, acusarlos de “operadores” o “traidores” por el simple hecho de disentir, es erosionar uno de los fundamentos más básicos del sistema democrático: la libertad de expresión. Resolver los problemas complejos de un país —la inflación, la pobreza, la inseguridad— requiere diálogo, debate público, confrontación de ideas y de datos. Y nada de eso es posible en un escenario donde sólo se escucha la voz oficial y cualquier cuestionamiento es interpretado como un ataque personal. La historia reciente ofrece ejemplos ilustrativos. En 2009, durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual fue celebrada por algunos como un avance hacia la pluralidad. Pero otros la interpretaron como una estrategia para disciplinar voces disidentes. Hoy el riesgo es el inverso: bajo la promesa de “liberar al periodismo del relato”, se amenaza con amordazarlo bajo el peso de la difamación estatal. ¿Qué pierde una sociedad si calla a sus medios? Silenciar a la prensa es silenciar a la ciudadanía. Es impedir que las preguntas incómodas lleguen al poder, que los errores se expongan, que las voces invisibilizadas encuentren un canal. Es reemplazar la conversación democrática por el monólogo del poder. Cuando los medios son perseguidos, toda la sociedad retrocede. Se debilita el pensamiento crítico, se empobrece el debate, se refuerza el miedo. Y lo que se pierde no es sólo información: se pierde libertad. Una prensa libre no garantiza por sí sola una sociedad justa. Pero sin ella, la injusticia no tiene freno. Por eso, defender a los medios no es defender a una corporación, ni a un periodista, ni a una línea editorial. Es defender nuestro derecho a saber, a disentir, a construir una democracia robusta, incómoda y viva.





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