Comer, coger y dormir

 



En el neoliberalismo, como en todo momento primitivo, el ser humano se motiva por tres necesidades básicas: comer, coger y dormir. Estas necesidades, que compartimos con los animales, se han convertido en el eje central de muchas decisiones humanas, especialmente en un sistema que fomenta el individualismo y la competición exacerbada. Como si fuese un animal, el ser humano parece arrastrarse por el lodo de sus instintos, olvidando que lo que realmente lo diferencia de otras especies es su capacidad para reflexionar, trascender y construir una vida con significado más allá de lo instintivo. John Stuart Mill expresaba esta idea al afirmar: “Prefiero ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho”, aludiendo a que el bienestar humano no puede reducirse a la mera satisfacción de los impulsos más básicos.

Sin embargo, en los sistemas políticos actuales, dominados por las narrativas que los más ricos generan para legitimar un orden social desigual, se fomenta el individualismo y se celebra la gratificación instantánea. Este fenómeno puede observarse con claridad en las redes sociales, donde las actitudes que se promueven tienden a girar en torno a la ostentación, la satisfacción de los instintos básicos y el consumo desmedido. Así, se hace todo para satisfacer estas necesidades primarias, descuidando otros aspectos fundamentales del ser humano como la sociabilidad, la solidaridad, los afectos, la amistad, la cortesía, el respeto y la empatía. Estos valores, que son los que verdaderamente elevan nuestra existencia, son relegados a un segundo plano.

Aquellos que cuestionan esta afirmación podrían reflexionar: ¿para qué sirve tener millones y ostentarlos como símbolo de éxito? Al final, el fondo psicológico de esa acumulación de riqueza radica también en satisfacer apetitos instintivos: garantizar comida, sexo y descanso. Cuando el ser humano reduce su vida a estos objetivos, pierde la posibilidad de conectar con el propósito mayor de la existencia: trascender sus propios deseos inmediatos y preocuparse por el bienestar colectivo.

La verdadera diferencia entre el ser humano y el animal está en la capacidad de desarrollar la conciencia. Aquellos que no la desarrollan corren el riesgo de vivir como autómatas, dirigidos exclusivamente por sus necesidades básicas y, por ende, incapaces de construir comunidades más justas y solidarias. La conciencia nos permite preocuparnos por los demás, reconocer la importancia de garantizar que todos los miembros de la sociedad tengan satisfechas sus necesidades básicas y participar activamente en la creación de un mundo más equitativo. Esta capacidad de mirar más allá de uno mismo y de sus propios instintos es lo que hace al ser humano verdaderamente humano.

Por ello, es fundamental recuperar y fomentar los valores que trascienden lo instintivo. La solidaridad, el respeto, la empatía y el compromiso con los demás son esenciales para contrarrestar la narrativa neoliberal que nos reduce a consumidores de placer. Apostar por una existencia que priorice el bien común sobre los impulsos individuales es un acto de resistencia, una forma de reivindicar nuestra capacidad de trascender lo inmediato y construir un futuro donde todos puedan coexistir dignamente. Esta búsqueda de significado no solo enriquece la vida, sino que también la llena de música, folclore y cultura que nos conectan con nuestra esencia gregaria. Somos seres hechos de polvo de estrellas, entrelazados con las mismas leyes que rigen el universo; sólo comprendiendo y respetando esa interconexión podremos trascender nuestra materialidad. Sin esta elevación de la conciencia, el ser humano no es más que un animal sofisticado, atrapado en un ciclo interminable de deseos insatisfechos.


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