Desregulación y flexibilidad laboral: cuando el mercado desplaza a la democracia

 


El reciente discurso de Federico Sturzenegger ante el Consejo Interamericano de Comercio y Producción (CICyP) no solo expone una visión económica, sino un modelo de país. Bajo el argumento de “modernizar” y “simplificar”, se propone una agenda de reformas estructurales que desmantela derechos conquistados, debilita el rol del Estado y pone en riesgo la cohesión social. Lo que está en juego no es solo el modelo económico, sino el contrato democrático mismo. Una de las propuestas centrales es la reforma laboral. Sturzenegger plantea eliminar las negociaciones paritarias nacionales y sustituirlas por convenios regionales, emulando supuestamente al sistema alemán. Pero el ejemplo es engañoso: Alemania cuenta con sindicatos fuertes, cobertura social robusta y un Estado que regula activamente. Nada de eso aparece en la propuesta argentina. Aplicada en este contexto, la flexibilización significa: Salarios más bajos, al negociarse por regiones sin pisos mínimos nacionales. Facilidad para despedir, con menor indemnización o eliminación de cargas sociales. Fragmentación sindical, lo que debilita la representación y negociación colectiva. Este modelo no genera empleo de calidad, sino precarización laboral, aumento de la rotación y trabajadores más vulnerables. Y eso tiene consecuencias que exceden lo económico: un trabajador sin derechos es también un ciudadano debilitado. El plan de Sturzenegger no se detiene en lo laboral. Su crítica a la educación pública y su llamado a “liberar” sectores clave como la tierra o los servicios básicos apunta a una retirada del Estado como garante de igualdad. Privatización educativa: Al afirmar que el Estado no debe intervenir, se abre la puerta a un modelo donde solo quienes puedan pagar accedan a educación digital y de calidad. La escuela pública queda relegada, ampliando la brecha social. Ley de Tierras: Eliminar límites a la venta de tierras a capitales extranjeros no solo favorece la concentración económica, sino que compromete la soberanía territorial. Argentina podría repetir errores de países que entregaron zonas estratégicas a fondos de inversión extranjeros. Regulación ambiental y servicios públicos: La idea de que el “privado debe escribir las reglas” implica que empresas definan condiciones laborales, ambientales y sanitarias sin control ciudadano. Esto vulnera derechos básicos y despoja al Estado de su función de árbitro imparcial. La historia enseña que cuando el crecimiento económico no viene acompañado de justicia social, la democracia se resiente. La agenda de desregulación extrema beneficia a las élites empresariales, como las representadas en el CICyP, pero deja afuera a los trabajadores, a las pymes y a las clases medias. Se concentra la riqueza, reduciendo la movilidad social. Se erosiona la confianza institucional, al percibirse que el sistema solo responde a unos pocos. Se aumenta la conflictividad social, como ya lo muestran las protestas contra el DNU 70/2023, las reformas regresivas y la Ley Ómnibus. El discurso de la “motosierra” no es solo una metáfora política: es un símbolo de ajuste sin diálogo, de ruptura del pacto democrático. Gobernar mediante decretos y excluir del debate a sindicatos y organizaciones sociales no fortalece la República: la vacía de contenido. La desregulación no es un proceso neutro. Tiene ganadores y perdedores. Y cuando las reformas sólo benefician a los poderosos, lo que se debilita no es solo el salario o el empleo: se debilita la democracia. Sin derechos laborales, sin educación pública, sin regulaciones que protejan a los más débiles, la ciudadanía se convierte en una ilusión formal. La verdadera democracia no es solo votar cada cuatro años: es participar, influir, y tener garantías mínimas para vivir con dignidad. La pregunta es: ¿estamos dispuestos a ceder esos derechos en nombre de una promesa de eficiencia que solo empodera a unos pocos? La respuesta no se dará sólo en los despachos del poder. Se jugará en la calle, en las instituciones y en las urnas. Porque el modelo de país no se impone con motosierra: se construye con consensos.


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